viernes, 6 de febrero de 2009

estado y religion


Las noticias que últimamente emanan del gobierno sobre temas relativos a religión en general y a la Iglesia Católica en concreto dan una cierta impresión de pugna y hostilidad. Pero más allá del significado concreto que puedan tener unas u otras declaraciones o medidas (financiación de la Iglesia, clase de religión, cuestiones de moral, etc.), todas ellas parece como si tuvieran un trasfondo común, como si se tratara de modificar el modo en que se han entendido las relaciones entre el Estado y la Iglesia
El ordenamiento jurídico de los Estados democráticos está siempre abierto a las modificaciones que el poder legislativo quiera introducir. Pero esta flexibilidad normativa siempre se encuentra inscrita en el marco constitucional que le da estabilidad, identidad y, por tanto, una continuidad en el cambio. Bien es verdad que hasta esta norma fundamental es susceptible, a su vez, de modificaciones, pero éstas son necesariamente más complejas y lentas que las otras e incluso tienen sus límites: el sujeto de la soberanía y los principios que hacen que un Estado sea o no democrático.

Evidentemente, la legislación relativa a las cuestiones religiosas puede ser cambiada por las Cortes y, entonces, los ciudadanos y los diferentes grupos religiosos, incluida la Iglesia Católica, acataríamos esas nuevas leyes, aunque evidentemente podríamos discutir su oportunidad y eficacia políticas. Pero no creo que sea éste el caso que nos ocupa ahora; es, en mi opinión, más radical.

Por activa y por pasiva, se nos está diciendo que el nuestro es un Estado laico. ¿Acaso no lo sabíamos? Si por tal se entiende uno aconfesional, ya lo sabíamos. Y no solamente lo sabíamos, sino que, de hecho, la legislación en materia religiosa y el comportamiento y pretensiones de la Iglesia han sido siempre enteramente constitucionales. ¿Por qué ese continuo poner en duda la actitud eclesial que no quiere ni privilegios ni un Estado confesional? ¿No será que algunos pretenden que las relaciones Iglesia-Estado sean otras que las establecidas en la Constitución?.

La aconfesionalidad que establece nuestra Carta Magna no es beligerante, como la de la Constitución republicana de 1931, es decir, no es una laicidad en la que, además de la separación entre el Estado y la Iglesia, haya una actitud negativa hacia ésta y limitativa de lo religioso. Pero tampoco es una aconfesionalidad neutral; el Estado español es aconfesional, pero no es indiferente a las distintas confesiones y grupos religiosos.

El art. 16 de nuestra Constitución no se limita a establecer la libertad religiosa y de culto, así como la aconfesionalidad del Estado. En su tercer párrafo, dicho artículo señala que los poderes públicos mantendrán relaciones de cooperación con las distintas confesiones religiosas. ¿Pero cual es el mínimo de esa cooperación? El art. 9.2 dice que los poderes públicos deben promover las condiciones para que las libertades reconocidas en la Constitución, incluida claro la religiosa, tanto de las personas como de los grupos, incluida claro la Iglesia Católica, sean reales y efectivas y para ello deben remover los obstáculos que dificulten o impidan la plenitud de ejercicio de los derechos fundamentales. La aconfesionalidad de nuestra Constitución es cooperante con la libertad religiosa, porque nuestra norma fundamental entiende que la libertad religiosa es un bien que no solamente hay que tolerar o respetar, sino que hay que favorecer.

Los cambios legislativos no deben ir más allá de estos límites y el sentido común dice además que tampoco hay que crear tensiones innecesarias. Para una legislación laica de corte beligerante o neutral haría falta abrir el melón de la reforma constitucional. ¿Lo quiere la sociedad española? Creo que no.

las 25 frases del cardenal bertone

1.- La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, debe considerarse un momento de importancia fundamental en la maduración de la conciencia moral de la humanidad, en consonancia con la dignidad de la persona.

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3.- La Iglesia ha tomado muy en serio la cuestión de los derechos humanos. El deseo de paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria, expresan las justas aspiraciones del espíritu humano.

4.- Los Derechos Humanos nacen de la cultura europea occidental, de indudable matriz cristiana. No es casualidad. El cristianismo heredó del judaísmo la convicción, plasmada en la primera página de la Biblia, de que el ser humano es imagen de Dios.

7.- Por esta significación profunda y por su radicación en el ser humano, los derechos humanos son anteriores y superiores a todos los derechos positivos. De aquí que el poder público quede sometido, a su vez, al orden moral, en el cual se insertan los derechos del hombre.

8.- Todo esto supone un progreso de la humanidad y, en tal sentido, la Declaración se ha convertido en un referente universal de justicia a escala planetaria.


12.- Los derechos humanos se presentan hoy día como una de las vías de acceso a la dignidad de la persona, y como cauce necesario para su promoción en la sociedad y la instauración de la justicia y la paz en todos los niveles. La dignidad humana es como la piedra angular de todo el edificio de la Declaración Universal.

13.- El actual Romano Pontífice, en perfecta continuidad con el pensamiento de su predecesor, subraya que los derechos humanos son universales, se aplican a todos en virtud del origen común de la persona.



17.- La protección jurídica de los derechos humanos debe ser así una prioridad para cada Estado. Con palabras de Benedicto XVI: “La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética”.

18.- La dignidad del ser humano, el tema clave de toda la doctrina social de la Iglesia, implica, entre otras cosas, el respeto a la vida desde su concepción hasta su ocaso natural.


20.- La familia es la verdadera escuela de humanidad y de valores perennes, lugar primario en la educación de la persona. En este sentido, se ha de remarcar que es a la familia, y más concretamente, a los padres, a quienes compete por derecho natural la primera tarea educativa, y a los que se debe respetar el derecho a elegir la educación para sus hijos acorde con sus ideas y, en especial, según sus convicciones religiosas.

21.- Sobre el particular y, en concreto, sobre la enseñanza religiosa en la escuela, Benedicto XVI ha destacado que es “un derecho inalienable de los padres asegurar la educación moral y religiosa de sus hijos”. La enseñanza confesional de la religión en los centros públicos resulta acorde con el principio de laicidad, porque no supone adhesión ni, por tanto, identificación del Estado con los dogmas y la moral que integran el contenido de esta materia. Asimismo, este tipo de enseñanza no es contraria al derecho de libertad religiosa de los alumnos y de sus padres, debido a su carácter voluntario.

paz.

23.-Tampoco es signo de “sana laicidad”, “negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos, por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino”.

24.- La Iglesia se muestra respetuosa ante la justa autonomía de las realidades temporales, pero pide la misma actitud con respeto a su misión en el mundo y a las variadas manifestaciones personales y sociales de sus fieles, artífices en gran medida de la solidaridad comunitaria y de una ordenada convivencia. El Estado no puede reivindicar competencias, sean directas o indirectas, sobre las convicciones íntimas de las personas ni tampoco imponer o impedir la práctica pública de la religión sobre todo cuando la libertad religiosa contribuye de forma decisiva a la formación de ciudadanos auténticamente libres.