miércoles, 16 de junio de 2010
El fracaso histórico del cristianismo
El borrador de ley de Libertad Religiosa filtrado por el diario El País, al tiempo que exalta el poder moralizador de la ley (algo que ya tenía como ideal Rousseau), asume el formidable objetivo del arrinconamiento y la desaparición del cristianismo, la completa retirada de la fe cristiana del espacio público, para dar paso al nuevo hombre domesticado por la nueva religión secular, despojado de todo atavismo proveniente de su naturaleza. Los comunistas y republicanos catalanes no están satisfechos con la retirada simbólica y protocolaria de crucifijos y funerales católicos, sino que demandan acabar de una vez por todas con los privilegios económicos de la Iglesia católica.
¿Qué pasará con el cristianismo, con esta magnífica síntesis realizada en Cristo entre la fe de Israel y el espíritu griego? Piensa Dalmacio Negro que el cristianismo, confuso y debilitado interiormente, está ya en minoría entre las masas, como una fe de los “religiosamente virtuosos”. En las masas, pervive como una tradición más que como una fe viva. Se ha remplazado al sacerdote por el terapeuta y han cambiado la fe religiosa por el puritanismo cientificista. Según Spaemann, el cristianismo se encuentra en la actualidad en una situación única, puesto que la cultura europea, aunque se desarrolla en él, se ha emancipado de él. El fracaso histórico del cristianismo, la expulsión de la fe cristiana del espacio cultural europeo, el creciente secularismo de la cultura en una sociedad deshumanizadora por la absolutización de la civilización científico-técnica, la reducción en el número de creyentes y una excesiva adaptación por parte de las iglesias son factores que no sólo reducen la influencia del cristianismo en las discusiones públicas, sino que más gravemente apelan a nuestra propia secularización. En última instancia, como sostiene Robert Spaemann, ¿de dónde surge el secularismo del mundo moderno sino del mismo cristianismo?
En España, la Iglesia católica está siendo desplazada progresivamente del centro de la vida pública por el Estado y por otras instituciones sociales y culturales. Es un fenómeno de expulsión del mundo religioso a la esfera de lo privado, de invisibilidad de la religión y de la fe. Hoy el Estado en España es un Estado secularista que ignora y desprecia los planteamientos de la Iglesia en cualquier debate público. Cuando se produce una excesiva autonomía del poder político respecto del orden moral, se produce, eo ipso, un peligroso pragmatismo, el cinismo de una política incapaz de producir cambios sociales radicales.
El prestigioso filósofo Habermas reconoce que una de las aportaciones del cristianismo al hombre es el amor de Dios: “la ética cristiana del amor satisface un elemento de la dedicación al otro sufriente que se pierde en una moral de la justicia concebida en términos intersubjetivos”. ¿O es que la contribución del creyente a la sociedad le exige prescindir de la visión cristiana del mundo? El creyente ofrece al mundo propuestas de sentido, una fuerza especial para articular intuiciones morales, sobre todo en atención a las formas sensibles de la convivencia humana.
En España, se ha abusado en ciertas leyes desatendiendo el orden moral, saltándose el principio de precaución moral en cuestiones como el aborto, el matrimonio homosexual, la investigación biomédica o la asignatura de Educación para la Ciudadanía, y apelando simplemente a referencias de mayorías electorales o a las tendencias dominantes de la opinión pública. Sin deliberación moral sólo habrá leyes destructivas del orden y de la convivencia humana. Dictaminar leyes no sometidas a deliberaciones morales previas sólo puede llevar a una excesiva autonomía de la política respecto a la moral. Las consecuencias son claras: relativismo, ausencia de la verdad y una invasora ideología de género consustanciales al proyecto educativo por parte del Estado.
Ni el hombre se puede separar de Dios, ni la política de la moral. Los políticos y legisladores deberían saber que proponiendo o defendiendo leyes inicuas como las que destruyen la familia, o como el divorcio o el aborto, tienen una grave responsabilidad y existe la obligación de poner remedio al mal hecho si quieren volver a la comunión con el Señor. Destruir las formas de vida tradicionales sólo es fruto del relativismo, que ha roto las comunidades de tradición y memoria. Se precisa cada día más una cultura postmaterialista, que devuelva la confianza perdida en la vida política, una regeneración de la vida pública que respete un orden moral natural.
Hay valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que son intangibles. Existen valores y derechos que están por encima de cualquier coyuntura, de la misma voluntad y de la libertad del legislador. Como afirma Ratzinger, el relativismo no puede ser una condición de la democracia. Sin una concepción vinculante del bien y de la verdad, se deja sin contenido la libertad del hombre. Sin consenso en torno a una razón natural universal se convierte la pura subjetividad y el deseo de la opinión pública en algo normativo, decidiéndose cosas tan cruciales para la humanidad como el aborto, el modelo de familia o la eutanasia. Para Ratzinger, “la dignidad humana previa a cualquier acción y decisión política nos remite al Creador: sólo Él puede establecer valores que se fundan en la esencia del hombre. Que existan valores que no son manipulables por nadie es la garantía verdadera y propia de nuestra libertad y de la grandeza humana”. Para Spemann, la Iglesia no puede replegarse a la función de representar una necesidad religiosa, sino que debe concebirse a sí misma como el lugar de una dimensión pública absoluta, que sobrepasa al Estado, basada en el poder legitimador de Dios. De igual manera, el Estado debe aprender que existe una base de verdades que no está sometida al consenso, sino que lo anticipa y lo hace posible.
¿Es posible todavía que el cristianismo mantenga su vigor en la sociedad? Chesterton se mostraba realista y esperanzado ante el futuro del cristianismo. La fe cristiana ha muerto muchas veces y otras tantas se ha alzado de nuevo, pues contaba con un Dios que sabía cómo salir del sepulcro. Europa, en la tradición de Roma, se encontraba sumida siempre en la revolución y la reconstrucción, tratando de edificar una república universal. Y empezó por rechazar esta vieja piedra, hasta que terminó por convertirla en piedra angular. Si bien es cierto que en los siglos recientes el cristianismo se ha debilitado, esto mismo ya se produjo en los siglos más remotos. El cristianismo ha sobrevivido en incontables ocasiones a su propia debilidad y hasta a su propia rendición. La civilización de la antigüedad constituía el mundo entero, pero pasó. En la larga noche de la Edad Oscura, el feudalismo había terminado. El orden medieval se fue degradando, y como el radiante Renacimiento, también pasó. Con la Edad de la Razón y la revolución francesa, la ciencia pretendió obviar a la Fe, pero la fe cristiana sigue viva y en crecimiento.
Lo importante, entonces, es una auténtica revolución cultural cristiana. No sólo realizar el esfuerzo de configurar algo parecido a una “subcultura cristiana” respecto de los modos de vida vigentes, sino exponer al mundo una verdadera cultura cristiana que, en contraste con los mitos paganos, propone una verdad histórica, con carácter universal y misionero. Esta verdad consiste en el anuncio de la irrupción de Dios en Jesús, su muerte y resurrección corporal, y su constante actualización en el culto cristiano, donde la víctima del sacrificio representa la negación de la autoafirmación de lo finito frente a Dios. En una época postsecularizada y con aversión a la Iglesia católica en muchos sectores de la sociedad, ¿no es tiempo oportuno para cristianizar una sociedad altamente descristianizada? ¿Acaso no hicieron eso mismo los primeros discípulos ante una floreciente civilización pagana? El desafío consiste en ser una comunidad dinámica con la fuerza de la unidad y de la comunión de los hombres.
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